Mi madre era un diccionario de
sinónimos y contrarios. Poseía la homérica habilidad de acompañar cada sílaba
acentuada con un sonido, y así el comportamiento “absurdo, estúpido y poco
inteligente” del tarambana de mi hermano mayor era sancionado por el grifo, la
ventana y la tapa del váter. Si existe algo similar al instinto de la poesía,
mi madre poseía el equivalente a una lavadora de diez kilos de carga.
A mi madre le debo todos los sobresalientes
en Lengua y un acentuado espíritu de contradicción que me permite advertir la
estupidez en algunas manifestaciones de ingenio y cierta belleza en personas
que normalmente pasan desapercibidas. Nada fuera de lo común, sólo una
habilidad que redujo mi círculo de amistades a personas pacientes y con buen
humor.
Nada fuera de lo común hasta el día en que recibí la
visita de Jane.
Jane era casi una niña a sus
veinticuatro años. Podía pasar perfectamente por una adolescente de instituto. Su
forma de vestir y de caminar, agarrada con los dos brazos a su
carpeta-chaleco-antibalas, parecían la de una cría de quince años. Jane siempre
sonreía y siempre lo hacía a medias, como preparada para adoptar un rictus de
seriedad si la mirada de cualquiera se lo ordenaba. Hablaba bajito o no
hablaba, de modo que cada vez que debía arrancarse, por obligación, lo hacía con
la misma habilidad con la que alguien monta en bicicleta después de quince
años, sin saber muy bien cómo avanzar en línea recta.
- Sé que tienes poderes- desafinó. Y enseguida agachó la cabeza y de la carpeta-chaleco-antibalas sacó la foto de
una mujer. – Quiero que la hagas fea. Puedo pagarte. Tengo dinero.
Miré la foto detenidamente y me
pareció una de esas mujeres que debían despertar admiración y envidia, la
verdadera guinda de la admiración.
“No sé qué tipo de broma es
esta”- iba a contestar-, pero Jane empezaba a parecerme una lunática y esa
carpeta abultaba demasiado como para contener solamente papeles.
- No puedo ayudarte, me temo.
Nunca he poseído ninguna habilidad especial y menos todavía poderes- me
disculpé, devolviéndole la foto.
- Dime lo que ves- insistió
mostrándomela otra vez.
- Veo una mujer hermosa, de ojos
azules y pelo negro brillante.
- Es muy guapa, ¿verdad?-
preguntó con ansiedad.
Volví a mirar la fotografía.
- Lo sería más sin esa
expresión fría de máquina registradora. Me la imagino calculando elogios
en las miradas ajenas. Y tiene la sonrisa de un gato que acaba de devorar un
periquito. Pero sí, es guapa.
Jane cerró los ojos con satisfacción.
Parecía que había madurado diez años de repente. Me estrechó la mano y me dio
las gracias. Antes de salir, me prometió que me pagaría.
Al día siguiente recibí un sobre
con una cantidad que sería poco decoroso nombrar aquí. Lo guardé en el cajón de
la mesilla y esperé a que antes o después los tutores de la lunática vinieran a
reclamarlo, pero nunca apareció nadie.
Hace dos meses me topé con
Jane en el teatro. Ya no era la cría que recordaba de la extraña visita, sino
una mujer preciosa. Iba acompañada de un hombre realmente atractivo que la
miraba con devoción, al que no puedo ponerle la más mínima pega.
En realidad no iba tan preciosa.
Estaba muy blanca, casi parecía enferma, y si
les soy sincera, no había llegado a quitarse de encima esa mirada de
inseguridad ni ese molesto tartamudeo.