Automáticamente, el proyector se pone en marcha y le taladra el cerebro como una vieja Singer que, con las convulsiones diabólicas de su aguja, envenena sus circunvoluciones. A cada puntada, un fotograma cicatriza sobre la sangre espesa y el pasado se va hilando tras sus ojos. Mira hacia adentro, ve correr las imágenes y, a ciegas, rebusca en el botiquín la caja de ibuprofeno.
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