domingo, 10 de noviembre de 2013

PALABRAS II

Mi madre era un diccionario de sinónimos y contrarios. Poseía la homérica habilidad de acompañar cada sílaba acentuada con un sonido, y así el comportamiento “absurdo, estúpido y poco inteligente” del tarambana de mi hermano mayor era sancionado por el grifo, la ventana y la tapa del váter. Si existe algo similar al instinto de la poesía, mi madre poseía el equivalente a una lavadora de diez kilos de carga.

A mi madre le debo todos los sobresalientes en Lengua y un acentuado espíritu de contradicción que me permite advertir la estupidez en algunas manifestaciones de ingenio y cierta belleza en personas que normalmente pasan desapercibidas. Nada fuera de lo común, sólo una habilidad que redujo mi círculo de amistades a personas pacientes y con buen humor.

Nada fuera de lo común hasta el día en que recibí la visita de Jane.

Jane era casi una niña a sus veinticuatro años. Podía pasar perfectamente por una adolescente de instituto. Su forma de vestir y de caminar, agarrada con los dos brazos a su carpeta-chaleco-antibalas, parecían la de una cría de quince años. Jane siempre sonreía y siempre lo hacía a medias, como preparada para adoptar un rictus de seriedad si la mirada de cualquiera se lo ordenaba. Hablaba bajito o no hablaba, de modo que cada vez que debía arrancarse, por obligación, lo hacía con la misma habilidad con la que alguien monta en bicicleta después de quince años, sin saber muy bien cómo avanzar en línea recta.

- Sé que tienes poderes- desafinó. Y enseguida agachó la cabeza y de la carpeta-chaleco-antibalas sacó la foto de una mujer. – Quiero que la hagas fea. Puedo pagarte. Tengo dinero.

Miré la foto detenidamente y me pareció una de esas mujeres que debían despertar admiración y envidia, la verdadera guinda de la admiración.

“No sé qué tipo de broma es esta”- iba a contestar-, pero Jane empezaba a parecerme una lunática y esa carpeta abultaba demasiado como para contener solamente papeles.

- No puedo ayudarte, me temo. Nunca he poseído ninguna habilidad especial y menos todavía poderes- me disculpé, devolviéndole la foto.
- Dime lo que ves- insistió mostrándomela otra vez.
- Veo una mujer hermosa, de ojos azules y pelo negro brillante.
- Es muy guapa, ¿verdad?- preguntó con ansiedad.

Volví a mirar la fotografía.

- Lo sería más sin esa expresión fría de máquina registradora. Me la imagino calculando elogios en las miradas ajenas. Y tiene la sonrisa de un gato que acaba de devorar un periquito. Pero sí, es guapa.
Jane cerró los ojos con satisfacción. Parecía que había madurado diez años de repente. Me estrechó la mano y me dio las gracias. Antes de salir, me prometió que me pagaría. 

Al día siguiente recibí un sobre con una cantidad que sería poco decoroso nombrar aquí. Lo guardé en el cajón de la mesilla y esperé a que antes o después los tutores de la lunática vinieran a reclamarlo, pero nunca apareció nadie.

Hace dos meses me topé con Jane en el teatro. Ya no era la cría que recordaba de la extraña visita, sino una mujer preciosa. Iba acompañada de un hombre realmente atractivo que la miraba con devoción, al que no puedo ponerle la más mínima pega.

En realidad no iba tan preciosa. Estaba muy blanca, casi parecía enferma, y si  les soy sincera, no había llegado a quitarse de encima esa mirada de inseguridad ni ese molesto tartamudeo.

Tengo que confesar, a riesgo de pecar de vanidosa, que el atractivo acompañante de Jane se volvió a mirarme dos o tres veces durante la representación. De repente me sentía especialmente guapa y, no puedo asegurarlo, pero me pareció ver que Jane, sentada dos butacas más adelante, iba encogiendo poco a poco hasta hacerse muy pequeñita, minúscula, insignificante.

2 comentarios:

  1. Thank you. Gracias por existir también para mi. Continúa, please.

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    1. Gracias a ti, Anónimo, por tu comentario. La autora de este blog también se alimenta de palabras generosas como las tuyas.

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