viernes, 14 de agosto de 2009

HUIDA

Albania Rojas nota cómo las llagas en su pies van haciéndose más profundas a medida que aumenta la marcha. Sus plataformas negras son apisonadoras que con su torpe prisa marcan al azar una baldosa de cada escalera. De vez en cuando, pierde el equilibrio y sus tobillos parecen juncos que milagrosamente no se quiebran. Albania Rojas piensa que debajo de las tiras de sus sandalias algunas heridas ya empiezan a supurar, pero sabe que si se detiene el dolor será más intenso y no será capaz de seguir caminando. El calor del mediodía deforma la visión de las calles vacías como una televisión mal sintonizada. El calor pesa en su cabeza y se convierte en lija morbosa sobre sus pies escocidos. Albania Rojas siente que tiene que aumentar la marcha. Un rally de gotas de sudor se enreda en su pelo castaño, que protesta retorciéndose y aferrándose a la piel ardiendo. Albania Rojas casi está corriendo y cada vez está más cerca de caer al suelo. En cada traspiés, la hebilla se le clava en el tobillo y el latigazo que siente la espolea para seguir adelante. Su vestido blanco de algodón se le agarra al culo y a las pantorrillas y empalidece hasta hacerse transparente. Está a punto de llegar al final de la cuesta y antes de doblar la esquina del bulevar puede verla a través de la cristalera junto a otros viajeros que obsevarán las pantallas de información. Estará de pie, vestida de manera impecable, tiesa como una escoba y la mirará condescendientemente mientras pensará menuda facha que tiene.

Albania Rojas se detiene justo antes de doblar la esquina del bulevar, saca el móvil, habla con su marido y después busca en la agenda el teléfono de su suegra. No podrá llegar a tiempo a la estación, pero Alberto estará allí en diez minutos. Y sí, ya ha estrenado las plataformas negras que le regaló. Le da la razón: con unos zapatos altos parece otra cosa.

Albania Rojas cierra el móvil con una mano, se gira hacia el asfalto y con la otra para un taxi.

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