domingo, 12 de junio de 2011

DE ESCRITORES Y PESADILLAS

Por las noches escribo y de madrugada no tengo pesadillas a pesar de que ser escritor no favorece en nada los ciclos del sueño. Usted, querido lector, toma prestados monstruos ajenos para purgar sus inquietudes de la vigilia. Cuando despierta se desembaraza de ellos con un suspiro de alivio, al fin y al cabo son de un fulano o una tipa que vive de sus obsesiones. En cambio nosotros, los escritores, llevamos los fantasmas detrás, como hijos maltratadores de los que nos es imposible desvincularnos. Hay escasos escritores desnaturalizados que se liberan de sus creaciones. Se les reconoce por su graciosa desenvoltura y un aspecto saludable. También porque a sus presentaciones siempre acude una hermosa mujer de mirada risueña que se sienta en primera fila y sonríe y aplaude y se ruboriza cuando el escritor comenta que sin ella nada de eso habría sido posible. Si encuentran a uno de esos, fotografíelo. No necesitará ni flash.
Temo que ahora usted se haya formado una idea errónea de mí. Sería indecente abandonarlo a su error. Yo en realidad pertenezco a una saga de escritores angustiados que se emplearon a fondo en sacar de la plácida ingnorancia a sus lectores (antes de convertirse en lectores,  felices seres humanos). Mi bisabuelo escribía ensayos crónicos sobre el dolor, mi abuelo, como era inevitable, atormentadas novelas experimentales producto de las drogas y mi padre, kafkianos relatos en los que mataba a mi abuelo. Yo decidí romper con la tendencia y sólo creo personajes frívolos que puedan desintegrarse cuando me voy a dormir.
Yo no tengo pesadillas, lo mío es peor.
La primera vez que ocurrió estaba en una cafetería. Tenía entre mis manos el manuscrito de mi último relato, del que estaba especialmente orgulloso por algunos hallazgos que revolucionarían la literatura frívola de este último lustro. Tan absorto estaba en mi papel de Doña Truhana, construyendo castillos en el aire con cifras de ventas, que sólo reparé en que alguien se iba acercando a mi mesa cuando una sombra en forma de gran cilindro me dejó sin luz. Levanté la vista y observé atónito a un anciano consumido vestido con frac y sombrero de copa que me observaba con reprobación al tiempo que ponía ante mí un manuscrito de hojas amarillentas cuyo comienzo era idéntico al del que yo sujetaba todavía entre mis manos. Me quedé con la boca abierta, estupefacto, no sé durante cuánto tiempo.Me devolvió a la realidad el comentario de un albañil que almorzaba un gran bocadillo de huevos rotos con carajillo de whisky. Ni imaginación, ni vergüenza.
Agachando la cabeza y con cierta precipitación, salí a la calle y comencé a caminar deprisa, mirándo atrás cada cierto tiempo. El hombre del frac me iba siguiendo por el bulevar y yo me había convertido en el centro de todas las miradas. Poco habituado a las persecuciones, no pude soportarlo mucho tiempo y arrojé mi manuscrito a una papelera ante la mirada de reproche de un adolescente greñudo, que me señalaba con el dedo el contenedor de papel medio metro más allá. Respiré hondo y volví la cabeza. El hombre del frac había desaparecido.
Los días posteriores fueron angustiosos. Daba vueltas por la casa intentando recordar cómo había sucedido aquello y llegué a pensar que todo había sido una alucinación. Así que me armé de razonado valor, imprimí de nuevo el relato y con renovadas fuerzas salí de casa, esta vez con un sombrero, gabardina y gafas de sol, por si las moscas negras.
No llegué muy lejos.
En la acera de enfrente me esperaba el hombre del frac, que apenas me vio cambió de acera y comenzó a seguirme a tan escasa distancia que bien podría haber sido confundido con mi propia sombra, fría y vacía. Como comprenderán no avancé mucho y en cuanto pude me deshice de la segunda copia y volví a casa con la gabardina a cuestas.
Tomé la decisión de aislarme. Pasé meses en mi casa, sin leer un libro, sin radio, sin televisión, sin internet, a salvo de las ideas de otros, a salvo, creía yo, del hombre del frac. Pero no podía estar más equivocado.
Cuando por fin me vi con fuerzas para escribir unas líneas, una sombra cilíndrica apagó el brillo de la pantalla del ordenador. Sobre mis dedos, los suyos: huesudos y ásperos, golpeando el teclado como una máquina de tortura.
Por las noches escribo y por las mañanas no tengo pesadillas porque no dejo de escribir la misma historia con los mismos personajes frívolos que se desintegran cuando me voy a dormir.

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