domingo, 22 de enero de 2012

INTRUSO

Sería porque rozaban las tres de la mañana. Acaso también porque me había tomado dos copas que, al salir del bar y por encantamiento, se habían transformado en envolventes capas contra el frío que emergía de la acera nevada y que casi podía verse. Sería por ese dulce entumecimiento, que no me percaté de que me seguías hasta casa. Ya en el portal,  tampoco me aseguré de echar la vista atrás, como hago siempre, para comprobar que ningún intruso se cuela aprovechando las entradas y salidas de los vecinos. Tampoco eché el cerrojo, ni comprobé que no me hubiera dejado las llaves puestas, de modo que no puedo asegurar que cerrara bien la puerta. Al abrir el frigorífico, un primer escalofrío diluyó la euforia del alcohol en una gran cubitera de recuerdos febriles. Alarmada, revisé puertas y ventanas y subí la temperatura de mi apartamento. Me acurruqué en el sofá y repasé cada uno de mis pasos de aquella noche. Un segundo escalofrío confirmó mis sospechas. Consciente del peligro e íntimamente resignada a mi suerte, me acosté y apagué la luz. Como una fotógrafa en un cuarto oscuro, la indeseada presencia se revelaba con progresiva nitidez con cada una de mis exhalaciones, cada vez más apocadas y débiles. Me rendí y dejé caer los párpados sobre los ojos rojos y húmedos.

La mañana siguiente, a una llamada del 061, el médico de urgencias llegaba a mi casa y  me recetaba un jarabe y dos cajas de comprimidos para el maldito catarro.

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