Que no imagine, que no recuerde, que no tiemble su piel al oir un nombre, que no se vea, que no se sienta y que aun así, no muera. La comunidad, cuyos miembros habían envejecido diez años en una noche, lo encerró en una celda vacía y lo sometió a un tratamiento de hipnosis, electrodos y LSD. El monstruo ladeaba torpemente la cabeza y repetía:
inger, inger, inger.
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