miércoles, 17 de abril de 2013

CENIZO

Poco importaba que Altapeña estuviera comunicada con el mundo real por cuatro carreteras. Para la mayoría de sus habitantes no eran más que cuatro tubos que ataban al enfermo terminal a la camilla de un hospital frío y algo siniestro. Cada altapeñero recibía, desde su nacimiento, un nombre compuesto por un animal, un árbol y un mineral. Acto seguido se le asignaba un horario de trabajo que debía empezar a asumir a los catorce años. Las dos horas diarias de libertad de las que disponían no permitían a los altapeñeros llegar al pueblo más próximo, situado a una distancia de al menos tres horas entre la ida y la vuelta. Buitre Cedro Plomo recibía los camiones de suministros en la entrada norte y guiaba a los transportistas hacia una gran nave donde se almacenaban, apiladas, cientos de cajas de diferentes tamaños cubiertas de polvo gris.
Toda la aldea estaba cubierta de ese polvo pegajoso. Los altapeñeros estaban tan poco habituados al color que las imágenes televisadas de otros pueblos las creían en Technicolor. Eran incapaces de distinguir la realidad de la ficción hasta que no veían asomar los títulos de crédito. Y no sin cierta desconfianza.

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