Desliza el bolígrafo a 37 puntos por segundo y mientras la tinta dibuja laberínticos meandros sobre el papel en blanco, la fiebre va subiendo. No suele mirar los nombres de los interesados; si acaso, la edad y el sexo, y cuando lo hace, siente lástima por las más jóvenes, a las que imagina como relojes de arena, perdiendo la esperanza grano a grano, sin percatarse de ello, hasta hacerse transparentes y volátiles.
Por eso, cuando firma sus destinos, a veces le tiembla la mano y su rúbrica se vuelve de un escarlata incendiario.
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